Almas perdidas, Gabriel Mejía

Lost Souls

“The world is Beautiful. And that is very sad.”
Stanilslaw Jerzy Lec

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The landscape darken, there is fog, only the sound of some ravens cawing remains in the atmosphere. On the background, one or two storms; the black t-shirts, the black trainers, the black mouths, the black nails, black jeans, the black ice, other black textures; all clothes smell of death because they were buried weeks before and unearth the day of the show. There is such drama, such theatricality, that it is almost impossible not to feel that one is burned inside by tenderness. Because when the sinister and the obscure exceed their means, they become amusing messengers of innocence.

All of that that appears so macabre and so sordid also reminds a certain infantile primary fear. Fear of the forest and its creatures, the landscape that is no more the city, that is endless hence not measurable generate in us, urban inhabitants, an adolescent attraction. We go every now and then with our tents and torches and play to survive in the night, feel scared of slight noises we no longer understand, of insects and promises of a wild life. We are not prepared for such landscape, our recognition system fails us, we freak out, live the adventure with the bliss of knowing the greatest achievements of modernity await for us at home. We feel so out of place we idealize most of the creatures, also the people that live there.

We are souls lost between the city and the idea of forest, because we never know the forest in depth, we only reach its first plots, still enclosed, where we can see the city lights. There we put on costumes of other beings, we pretend to be mythical animals, or vampires or wolves. All our fantasies of being able to dominate those places become reality when we turn on a fog machine, faking the actual fog. That is, on certain occasions, our idea of hell.

That is the reason why Ana María Millán sources, for her work, Norwegian and Scandinavian Black Metal videos, theatrical exaggerations of the human mysticism, and extracts from them fragments where the landscape is clearly defined and transfer them into watercolours and drawings in oil pastel. She does not focus as much on the figure as on the background, in the scenery where it all happens, the scenography that holds together the action. She makes us look at the territory, so we understand in which ways we reinterpret it, how we fear it and transfer onto it the properties of fear, the clichés of fear.

The only moments we see human figures inhabiting these landscapes is when she, in the only video of the show, flies like the “Indian Superman” —what a troubling feature— and when we see the members of a Black Metal band from Cali laughing during the making of their video in the middle of a forest that seems hotter and damper than the rest. ¿What are they laughing about? I do not know, the video is silent, but that small gesture seems to throw into disarray the staging; everything that appeared gloomy gives itself away, the melancholic veil falls apart, the supports of the fake walls are visible and what is macabre now turns affectionate. They do not look that terrifying, neither that dark nor that Scandinavians, neither so Caleños, anymore, perhaps due to the excess of costume jewelry and leather.

Nice moment, now the watercolours appear to be made by the hand of a child, now the shroud-like drawings are like sketches for a painting of a beach, they only lack colour. And so it happens, one starts to look in circles and no longer tells apart, and again everything comes back to death and darkness, to those Scandinavians and Norwegians who burned churches and committed suicide for the cover of their next record; to blood, fluids and knives. Like souls lost between tenderness and death, between innocence and horror.

Gabriel Mejía Abad

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Almas perdidas.

“¡El mundo es bello! Y eso es precisamente lo que es tan triste.”
Stanilslaw Jerzy Lec

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El paisaje se oscurece, hay niebla, sólo queda en el ambiente el sonido del canto de algunos cuervos. Al fondo una tormenta o dos; las camisetas negras, los tenis negros, las bocas negras, las uñas negras, jeans negros, el hielo negro, otras texturas de negro; toda la ropa huele a muerte porque fue enterrada semanas antes y desenterrada el día del show. Hay tanto dramatismo, tanta teatralidad que es casi imposible no sentir que por dentro a uno lo quema la ternura. Porque cuando lo siniestro y oscuro se salen de su cauce se transforman en graciosos mensajeros de la inocencia.

Todo eso que parece tan macabro y tan sórdido recuerda también cierto temor primario infantil. El miedo al bosque y sus criaturas, el paisaje que ya no es ciudad, que no tiene límites y que por ende no es medible produce en nosotros, los seres de la urbe, un encanto adolescente. Vamos de vez en cuando con nuestras carpas y linternas y jugamos a sobrevivir en la noche, nos asustamos con los pequeños ruidos que ya no entendemos, con los insectos y las promesas de la vida salvaje. No estamos preparados para dicho paisaje, nuestro sistema de reconocimiento nos engaña, se nos ponen los pelos de punta, vivimos la aventura con la dicha de saber que en la casa nos esperan los grandes logros de la modernidad. Nos sentimos tan fuera de lugar que idealizamos casi todas las criaturas, también a las personas que viven ahí.

Somos almas perdidas entre la ciudad y la idea del bosque, porque el bosque no lo conocemos nunca en profundidad, sólo llegamos hasta sus primeros terrenos, todavía cercados, en donde podemos ver las luces de la ciudad. Ahí nos disfrazamos de otros seres, aparentamos ser animales míticos, o vampiros o lobos. Todas nuestras fantasías de poder dominar esos lugares se vuelven realidad prendiendo una máquina de humo, fingiendo la niebla. Esa es, en algunas ocasiones, nuestra idea del infierno.

Es por eso que Ana María Millán toma como recurso básico de su trabajo videos de black metal noruegos y escandinavos, exageraciones teatrales del misticismo humano, y de ellos extrae fragmentos en donde el paisaje está bien definido y los pasa a acuarelas y dibujos en crayón graso. No se fija tanto en la figura como en el fondo, en el escenario donde todo sucede, la escenografía que sostiene la acción. Nos pone a mirar el territorio, para que entendamos de qué manera lo reinterpretamos, cómo le tememos y cómo trasladamos a él las propiedades del miedo. Los clichés del miedo.

En los únicos momentos donde vemos figuras humanas que habitan estos paisajes es cuando ella, en el único video de la muestra, vuela a manera de “Superman indio” —qué inquietante aparición— y cuando vemos a unos blackeros caleños riéndose en el making of de su video en la mitad de un bosque que parece algo más caliente y húmedo que el resto. ¿De qué se ríen? No sé, el video está en silencio, pero ese pequeño gesto parece desbaratar el conjunto escenográfico; todo aquello que parecía tenebroso ahora se delata, se cae el velo de lo melancólico, se ven los sostenes del muro falso y lo macabro ahora se enternece. Ya no se ven tan aterradores ni tan oscuros, ni tan escandinavos, tampoco tan caleños, tal vez por el exceso de bisutería y cuero.

Bonito momento, las acuarelas ahora parecen hechas por la mano de una niña, los dibujos en forma de sudarios ahora son como bocetos para la pintura de una playa, sólo les falta el color. Y así pasa, que uno empieza a ver en círculos y ya no distingue, y todo de nuevo vuelve otra vez a la muerte y lo oscuro, a esos escandinavos y noruegos que quemaron iglesias y se suicidaron para la portada de su próximo disco; a la sangre, a los fluidos y los cuchillos. Como almas perdidas entre la ternura y la muerte, entre la inocencia y el terror.

Gabriel Mejía Abad

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